Siempre fui una persona muy distinta, me gustaba estar sola, cerca de la naturaleza, hacía muchas preguntas y mi sentido de justicia siempre me ha llevado a levantar la voz incluso contra mi propio bienestar. Los dos adjetivos que más escuché en mi vida fueron retadora e inteligente. Durante mi maestría, estudiando el DSM tuve el pensamiento de que podía ser neurodivergente (en ese entonces se usaba otro término) pero la psicóloga a la que consulté me dijo que no cubría los criterios para iniciar el diagnostico.
En la pandemia cuando todo el mundo estaba pasando por una crisis de miedo, el psicólogo con el que llevaba acompañamiento, me dijo que él me veía plena a diferencia del resto de las personas y dejamos de tener sesione porque yo florecía, me sentía tranquila, tenía mucha creatividad e ideas de cosas que podíamos implementar tanto en en casa como en el trabajo. Me sentía dichosa de no saludar a las personas de beso y el distanciamiento social me daba mucha calma.
Fue hasta que regresamos a las oficinas, y volví a tener muchas dificultades para adaptarme a la “normalidad”, que mi psicólogo me mandó con una neuro-pscióloga para una evaluación que él no podía hacer. Después de entrevistas y pruebas me dieron el diagnostico de Autismo (nivel uno) con altas capacidades. Mi diagnostico significa que tengo la inteligencia suficiente para lograr funcionar en el sistema actual pero mi sistema nervioso esté en alerta 24/7 para lograrlo. Es por eso que constantemente vivía crisis para las cual buscaba a un psicólogo porque me exigía a mí misma responder a las expectativas de un mundo que no está hecho para mí.
Mis altas capacidades me han ayudado a aprender sobre el comportamiento humano por lo que puedo analizar e identificar patrones que me permiten sobrevivir en dichos ambientes pero no me permiten ser yo con plenitud ni autenticidad.
Desde mi diagnostico empecé a aprender sobre autismo, sus co-morbilidades, sobre trauma y neurociencias porque ahora comprendo el impacto integral en la longevidad y calidad de vida.